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-¡Perro asesino! -bramó Strombanni-. ¿Eres capaz de matar a mis hombres a mis espaldas, cuando
pelean tanto por tu as-querosa piel como por la mía?
Conan se acercó presurosamente a ellos, mientras los hom-bres que estaban comiendo y bebiendo lo
abandonaban todo para mirar estupefactos la escena.
-¿Qué quieres decir? -balbució Zarono.
-¡Has ordenado a tus hombres que asesinen a los míos cuan-do estén en sus puestos de guardia! -chilló
el enloquecido ba-rachano.
-¡Mientes!
El odio latente saltó como una llamarada. Con un aullido in-forme, Strombanni desenvainó su
cuchillo y trató de clavarlo en la cabeza del bucanero. Zarono lo frenó con su brazo cubierto por la
armadura, las chispas saltaron y el pirata retrocedió, de-senvainando su espada.
Al cabo de un segundo, los capitanes luchaban como tras-tornados, entrechocando el acero de las
armas que brillaban y centelleaban a la luz del fuego. Sus hombres reaccionaron ins-tantáneamente y
sin reflexionar. Se oyó un inmenso alarido cuando los piratas y los bucaneros se abalanzaron unos
sobre otros. Los que estaban apostados a lo largo del muro abandona-ron sus puestos y saltaron por
encima de la empalizada, blan-diendo sus cuchillos. Todo el recinto se convirtió en pocos mi-nutos en
un campo de batalla, en el que los hombres luchaban cuerpo a cuerpo y mataban con enloquecido
furor. Algunos de los soldados y siervos fueron arrastrados a la pelea, y los solda-dos que estaban de
guardia frente al portal se volvieron, atónitos, olvidando al enemigo agazapado en el exterior de la
empa-lizada.
Todo sucedió con tal velocidad -dado que las pasiones lar-gamente contenidas explotan con fiereza-
que los hombres se enzarzaron en una batalla por todo el recinto antes de que Co-nan pudiera llegar
hasta donde estaban sus enfurecidos jefes. Ig-norando el peligro juego de sus espadas, Conan los
separó con tal violencia que se tambalearon al retroceder. Zarono trastabi-lló y cayó cuan largo era.
-¡Imbéciles! ¡Vais a poner en peligro las vidas de todos!
Strombanni estaba furioso, y Zarono pedía auxilio a gritos. Un bucanero se abalanzó sobre Conan por
la espalda e intentó darle una cuchillada en la cabeza. El cimmerio se dio media vuel-ta y le cogió el
brazo, frenando el golpe en el aire.
-¡Mira, necio! -rugió, se alando con su espada.
Algo en el tono de su voz llamó la atención de la tropa enlo-quecida por la batalla, y los hombres
quedaron congelados en sus puestos, con los ojos fijos en Conan. Éste apuntaba hacia un soldado que
estaba en la pasarela. El hombre trataba de asir algo en el aire y se ahogaba. Cayó de cabeza al suelo, y
todos pudie-ron ver la flecha negra que sobresalía entre sus hombros.
Brotó un grito de alarma, al que siguieron alaridos que hela-ban la sangre y el impacto ensordecedor
de hachas sobre el por-tal. Las flechas encendidas volaban sobre el muro, e iban a in-crustarse en los
troncos de madera de la empalizada, mientras las columnas de humo se elevaban hacia el cielo. Y
entonces, por la parte trasera de las chozas adosadas al muro sur, apa-recieron unos hombres que se
lanzaron a la carrera hacia el re-cinto.
-¡Los pictos están aquí! -rugió Conan.
Su grito desencadenó el pandemonium. Los bucaneros deja-ron de lado sus viejos antagonismos.
Algunos se disponían a lu-char contra los salvajes, mientras que otros saltaban por encima del muro
para huir. Oleadas de salvajes aparecían por detrás de las chozas e inundaban el recinto, y sus hachas
chocaban contra los cuchillos de los marinos.
Zarono aún luchaba por ponerse de pie, cuando un salvaje pintado lo atacó por la espalda y le partió
los sesos con su hacha de combate.
Conan, seguido de un pelotón de marinos, luchaba contra los pictos dentro de la empalizada;
Strombanni, con la mayor parte de sus hombres, trepaba por ésta largando estocadas con-tra los
negros cuerpos que pugnaban por subir por el muro. Los pictos, que habían rodeado el recinto,
sigilosamente y sin ser avistados mientras sus defensores peleaban entre sí, atacaban ahora por todos
lados. Los soldados de Valenso, agrupados ante la puerta, pugnaban por defenderlo contra la multitud
de de-monios enloquecidos que golpeaban contra ésta desde fuera con un enorme tronco de árbol.
Más y más salvajes aparecían por detrás de las chozas, esca-lando el muro sur, que había quedado
indefenso. Los pictos des-bordaron a Strombanni y sus hombres, y en pocos segundos el recinto
rebosaba de guerreros desnudos. Mataban a sus enemi-gos como lobos; la batalla se convirtió en una
danza salvaje de cuerpos pintados, que como un oleaje embravecido caían sobre peque os grupos de
desesperados hombres blancos. El suelo que-dó cubierto de pictos, marinos y soldados, pisoteados
por pies que ya no obedecían.
Hombres cubiertos de sangre entraban aullando a las caba as, y al instante se oían los alaridos de las
mujeres y ni os que morían bajo sus hachas. Al oír esos gritos, los soldados abando-naron el portal, y
entonces los pictos entraron en tromba, inun-dando la empalizada. Las chozas comenzaron a arder.
-¡Vamos a la mansión! -bramó Conan, y una docena de hombres surgieron tras él mientras el bárbaro
se abría paso inexorablemente con su espada a través de los salvajes que ulu-laban.
Strombanni se puso a su lado, agitando su alfanje.
-No podremos defender el castillo -gru ó el pirata.
-¿Por qué no? -dijo Conan, que estaba demasiado ocupado en su sangriento trabajo para desviar la
mirada.
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