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Fue una escena muy triste, en aquella tarde nublada, la recuerdo tal como la vi,
asustado, desde la ventana de mi habitación, y dejé de estudiar la conjugación del aoristo,
porque ya no habría más clase. El viejo padre Fauchelafleur se alejaba por la alameda
entre aquellos valentones armados, y alzaba los ojos a los árboles, y en cierto momento
pegó un brinco, como si quisiera correr hacia un olmo y trepar a él, pero le fallaron las
piernas. Cósimo ese día estaba de caza en el bosque y no sabía nada; por lo que no se
despidieron.
No pudimos hacer nada para ayudarlo. Nuestro padre se encerró en su habitación y no
quería probar bocado porque tenía miedo de que lo envenenaran los jesuitas. El abate
pasó el resto de sus días entre cárceles y conventos en continuos actos de abjuración,
hasta que murió, sin haber comprendido, tras una vida entera dedicada a la fe, en qué
creía, pero tratando de creer firmemente en ella hasta el final.
De cualquier forma, el arresto del abate no implicó ningún perjuicio a los progresos de
la educación de Cósimo. De esa época data su correspondencia epistolar con los
mayores filósofos y científicos de Europa, a quienes se dirigía para que le resolvieran
problemas y objeciones, o incluso sólo por el placer de discutir con los espíritus mejores y
al mismo tiempo ejercitarse en las lenguas extranjeras. Lástima que todos sus papeles,
que él guardaba en cavidades de árboles que nadie más conocía, no se hayan
encontrado nunca, y sin duda habrán acabado roídos por las ardillas o enmohecidos; se
encontrarían cartas escritas de puño y letra por los sabios más famosos del siglo.
Para guardar los libros, Cósimo construyó en distintas ocasiones una especie de
bibliotecas colgantes, resguardadas lo mejor posible de la lluvia y los roedores, pero las
cambiaba continuamente de sitio, según los estudios y los gustos del momento, porque él
consideraba los libros un poco como pájaros, y no quería verlos quietos o enjaulados, de
lo contrario decía que entristecían. En la más sólida de estas estanterías aéreas alineaba
los tomos de la Enciclopedia de Diderot y D'Alembert a medida que le llegaban de un
librero de Livorno. Y si en los últimos tiempos a fuerza de estar entre tanto libro se había
quedado un poco con la cabeza en las nubes, cada vez menos interesado por el mundo
que lo rodeaba, ahora en cambio, con la lectura de la Enciclopedia, ciertas bellísimas
voces como Abeille, Arbre, Bois, Jardin le hacían volver a descubrir todas las cosas de
alrededor como nuevas. Entre los libros que se hacía enviar, empezaron a figurar también
manuales de artes y oficios, por ejemplo de arboricultura, y no veía la hora de
experimentar los nuevos conocimientos.
A Cósimo siempre le había gustado observar a la gente que trabaja, pero hasta
entonces su vida en los árboles, sus desplazamientos y su caza siempre habían
respondido a estímulos aislados e injustificados, como si fuera un pajarillo. Ahora, en
cambio, le asaltó la necesidad de hacer algo útil para su prójimo. Y también esto, si bien
se mira, lo había aprendido con la compañía del bandido; el placer de ser útil, de
desplegar un servicio indispensable para los demás.
Aprendió el arte de podar los árboles, y ofrecía su trabajo a los cultivadores de huertos,
en invierno, cuando los árboles extienden irregulares laberintos de ramitas y parece que
no deseen sino ser reducidos a formas más ordenadas para cubrirse de flores y hojas y
frutos.
Cósimo podaba bien y pedía poco; de modo que no había pequeño propietario o
arrendatario que no le pidiese que se pasara por sus tierras, y se le veía, en el aire
cristalino de esas mañanas, erguido con las piernas abiertas en los bajos árboles
desnudos, el cuello envuelto en una bufanda hasta las orejas, alzar las grandes tijeras y,
¡chac!, ¡chac!, cortar con seguridad ramitas secundarias y puntas. La misma habilidad
aplicaba en los jardines, con los árboles de sombra y de adorno, armado con una sierra
corta, y en los bosques, donde intentó sustituir el hacha de los leñadores, adecuada
solamente para asestar golpes al pie de un tronco secular para derribarlo entero, por su
ligera hacheta, que trabajaba sólo en las horcaduras y las copas. En suma, el amor por
éste su elemento arbóreo también lo supo convertir en despiadado y doloroso, como es
propio de todos los amores verdaderos, que hieren y cortan para hacer crecer y dar
forma. Desde luego él cuidaba, al podar y talar, de servir no sólo el interés del propietario
del árbol, sino también el suyo propio, de viandante que tiene necesidad de hacer más
practicables sus caminos; por lo que se las arreglaba para que las ramas que le servían
de puente entre un árbol y otro se salvaran siempre, y recibieran fuerza por la supresión
de las demás. Así, esta naturaleza de Ombrosa que él ya había encontrado tan benigna,
con su arte contribuía a convertirla en mucho más favorable para sí, amigo al mismo
tiempo del prójimo, de la naturaleza y de sí mismo. Y las ventajas de este obrar prudente
las disfrutó sobre todo en la edad más tardía, cuando la forma de los árboles suplía cada
vez más su pérdida de fuerzas. Después, fue suficiente la llegada de generaciones con
menos criterio, de una avidez imprudente, gente no amiga de nada, ni siquiera de sí
misma, y ya todo ha cambiado, ningún Cósimo podrá jamás andar por los árboles.
XIV
Si el número de los amigos de Cósimo crecía, también se había hecho enemigos. Los
vagabundos del bosque, en efecto, tras la conversión de Gian dei Brughi a las buenas
lecturas y su posterior caída, se habían quedado en la estacada. Una noche, mi hermano
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