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trabajaremos, nos esforzaremos a cuál más en mejorar nuestra vida. Nada hay más grato que
debérselo todo a sí mismo. Yo, ocupado con mis pinturas; tú, sentada a mi lado, inspirando
mis trabajos, bordarás o te emplearás en otras labores manuales, y no necesitaremos de nada
más.
-¿Cómo iba a ser posible eso? -dijo ella, interrumpiendo su discurso y con cierto
desprecio-. Yo no soy ninguna costurera o lavandera... para ponerme a trabajar.
¡Dios mío!... ¡Toda aquella vida baja y despreciable, que el ocio y el vacío, los dos fieles
compañeros del vicio, ocupaban únicamente, se revelaba en estas palabras!
-¿Por qué no se casa usted conmigo? -dijo con descaro, de pronto, la amiga, que hasta
entonces permanecía callada en un rincón-. Si yo llego a ser su mujer, me pasaré la vida así
sentada.
Y diciendo esto, su lastimoso rostro adoptó una necia expresión, que hizo reír mucho a la
bella.
¡Oh! ¡Esto ya era demasiado! Para soportarlo no le quedaban fuerzas. Incapaz de pensar
ni de sentir ya nada, echó a correr fuera de allí. Su cerebro se turbó. Estúpidamente, sin rumbo
determinado, vagó todo el día por las calles. Nadie pudo saber nunca dónde pasó la noche, y
sólo a la mañana siguiente el torpe instinto lo condujo a su casa, en la que penetró pálido, con
terrible aspecto y síntomas de locura en el semblante. Se encerró en su habitación, sin dejar
pasar a nadie ni pedir nada. Cuatro días transcurrieron y su cuarto continuaba cerrado;
después, una semana, sin que éste se abriera.
Se acercaron las gentes a su puerta, empezaron a llamar a ella, pero sin recibir respuesta;
por fin la forzaron, y encontraron su cadáver con un tajo en la garganta. Una navaja cubierta
de sangre se encontraba en el suelo, mientras que por sus brazos convulsivamente extendidos
y el rostro terriblemente contorsionado podía deducirse que su mano no había sido certera y
que había sufrido largo tiempo antes de que su alma pecadora abandonara su cuerpo.
Así, pues, pereció, víctima de su loca pasión, el pobre tímido, modesto, infantilmente
ingenuo Peskarev, dotado de aquella chispa de talento que quién sabe si algún día se hubiera
trocado en brillante llama. Nadie lo lloró, nadie estuvo junto a su cadáver en aquella hora,
fuera del acostumbrado policía y el indiferente médico municipal. Su ataúd, sin celebración de
oficios religiosos, fue llevado a Ojta, y con la única compañía de un viejo guarda, antiguo
soldado, quien no cesó de llorar durante el fúnebre acto, y esto porque había bebido
demasiado vodka. Ni siquiera el teniente Piragov vino a contemplar el cadáver del infeliz al
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Librodot La Perspectiva Nevski Nicolai Gogol 17
que en vida dispensara su alta protección. No tenía tiempo para ello en aquel momento, pues
se había visto mezclado con un acontecimiento extraordinario. Vamos, pues, a ocuparnos de
él.
No me gusta nada todo lo relacionado con los difuntos, y siempre me resulta
desagradable contemplar el desfile de un entierro, con su largo cortejo que se atraviesa en el
camino, y cómo un soldado inválido, vestido de capuchino, se ve obligado a tomar rapé con la
mano izquierda, porque lleva la derecha ocupada en sujetar un hachón. La vista de una rica
carroza fúnebre, con su ataúd de terciopelo, causa siempre enojo en mi alma, mientras que la
caja rota y desnuda de un pobre diablo, tras la que se arrastra una mendiga que no tenía mejor
cosa que hacer y que se cruzó con él en la calle, me produce, en cambio, una mezcla de enojo
y compasión.
Me parece recordar que abandonamos al teniente Piragov en el momento en que se
separaba del desdichado Peskarev, apresurándose tras la rubia. Era esta rubia una criaturita
ligera y bastante atractiva. Se detenía ante todas las tiendas, miraba los cinturones, pañuelos,
pendientes, guantes y demás chucherías, moviéndose sin cesar, mirando en todas direcciones
y volviendo la cabeza hacia atrás. "Bien, bien..., palomita mía", decía con aire satisfecho de sí
mismo Piragov, prosiguiendo su persecución y ocultando el rostro bajo el embozo del capote,
por si encontraba a alguno de sus conocidos. No estará de más, sin embargo, dar a conocer a
los lectores quién era el teniente Piragov.
Antes de decirlo, convendría también ocuparnos un poco de la sociedad a que éste
pertenecía. Hay algunos oficiales en Petersburgo que constituyen una cierta clase media de la
ciudad. En la comida ofrecida por un consejero que después de cuarenta años de servic ios
obtuvo su categoría, encontrará usted siempre a uno de ellos. Entre unas cuantas pálidas (y tan
descoloridas como Petersburgo) hijas de familia, de las cuales algunas alcanzaron una
excesiva madurez; junto a la mesita de té, el piano y en medio de los bailes familiares,
inseparables de todo esto, verá usted brillar a la luz de la lámpara, entre la rubia formalita, su
hermanito o el amigo de la casa, las inevitables charreteras. No es empresa fácil divertir ni
hacer reír a estas señoritas de sangre fría, y es preciso para ello disponer de mucho arte o,
mejor dicho, no tener ninguno. Es necesario hablar de una manera que no sea ni demasiado
inteligente ni demasiado chistosa y que todo esté impregnado de aquella mezquindad que
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