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co, que de un solo tranco ha llegado a su altura y prosigue sin
detenerse, en lugar de mostrar su irritación, adopta un aire im-
parcial y comenta:
Se ve a la legua que no está nada bien.
El Matemático no contesta, luchando, un poco exaltado, la ca-
beza bien erguida, con el enredo rápido de sus propias disquisi-
ciones, de modo que Leto lo abandona a su silencio. De todas
maneras, desde hace unos minutos, ha ido distanciándose de la
calle soleada, de la mañana de octubre, para enfrascarse, como
dicen, en un objeto único, el dichoso revólver que el hombre, es
decir su padre, no sin insolencia según Rey, y sin duda sin vaci-
laciones, ha levantado el año anterior hacia la sien, cuidando de
no fallar en lo relativo a los resultados objeto discreto pero
familiar que incluso él, de chico, de tanto en tanto, sabía sacar
del ropero, donde estaba guardado en una caja de madera con
otros chirimbolos, para jugar a los pistoleros. Una vez, durante
una pelea, Isabel, melodramática, corrió al dormitorio, sacó la
caja del ropero y, de la caja, el revólver que él, Leto, ¿no?, sa-
bía que estaba descargado, mientras la tía Charo, que había lle-
gado en medio de la pelea, forcejeaba con ella para arrebatárse-
lo de entre las manos. Las dos lloraban y forcejeaban, en tanto
que el hombre, sin decir palabra, se había encerrado en el gara-
je para ordenar la mesa de trabajo de la que Isabel, unos minu-
tos antes, en la rabia de la pelea, le había tirado todo al suelo,
cables, tornillos, herramientas, lámparas de radio que se habían
hecho pedazos, ante el silencio imperturbable del hombre, su
padre, ¿no?, que ni siquiera adoptaba la pose del estoicismo o la
resignación nada de eso, no, nada, ningún gesto teatral, nin-
guna desmesura, el ser de una pieza que, a diferencia de los
aparatos que montaba y desmontaba, hechos de innumerables
pedacitos o fragmentos interdependientes que le permitían fun-
cionar, parecía macizo, sin tumulto interior, carente de signos
exteriores que traicionaran la contradicción, absorto en la pre-
paración del acto único que realizaría años más tarde con el fin
de aniquilar, como quien se saca una pelusa del hombro de un
papirotazo, el error grosero que las sombras borrosas que cha-
paleaban en lo exterior llamaban mundo. El debía tener ocho o
nueve años en esa época Leto y el Matemático cruzan, oron-
dos, del mismo modo que no pocos transeúntes, que van en to-
das direcciones, por la calle y por la vereda, de Sur a Norte, de
Norte a Sur, de Este a Oeste, de Oeste a Este, trazando trayec-
torias rectas, oblicuas, paralelas o diagonales, la bocacalle en la
que espera, paciente y resignada, podría decirse, una fila de au-
tos. Ocho o nueve años, no más, porque, y de eso se acuerda
bien, el garaje era el de Arroyito. Debían ser las tres o cuatro de
la tarde de un día de verano, una siesta silenciosa de la que las
cortinas oscuras de puertas y ventanas atenuaban el resplandor,
protegiendo la casa, limpia y fresca, gracias al trabajo empeci-
nado de Isabel que, a pesar del lloriqueo de todas las noches, la
limpiaba, la barría, la enceraba, sin descuidar un solo rincón,
canturreando, ¿no?, todas las mañanas. El hombre estaba en el
tallercito, en el garaje: Isabel, vestida para salir, esperando a la
tía Charo en algún lugar de la casa; él, Leto, estirado de espal-
das y de través en su cama, con la cabeza colgando un poco
fuera del borde, tenía el brazo levantado y, con el dorso de la
mano a cincuenta centímetros de los ojos, movía sin parar los
dedos, sin plegarlos aunque manteniéndolos bien separados,
fascinado por su forma y por los movimientos que eran capaces
de realizar, personalizándolos un poco a cada uno, al mismo
tiempo que, con la boca abierta, se entretenía en hacer vibrar
sus cuerdas vocales, emitiendo una letanía gutural y un poco
quebrada, cambiando el sonido de tanto en tanto, pasando de la
a a la e, a la i, volviendo otra vez a la primera, o emitiendo las
cinco vocales una atrás de la otra y modificando, como un vir-
tuoso, la intensidad de las vibraciones. Con extrañeza curiosa,
parecía auscultar algunas zonas de su propio cuerpo del mismo
modo con que, podría decirse, ya más grande, se hubiese pro-
bado un traje nuevo la víspera de un casamiento. Tanta era la
fascinación que, cuando el griterío empezó, pasó un momento
bastante largo antes de empezar a oírlo, y cuando se levantó
dirigiéndose despacio hacia el tallercito, de donde los gritos pa-
recían provenir, la alarma no borró su curiosidad, sino que la
hizo cambiar de objeto. Estaban los dos en el tallercito; Isabel,
aullando y gesticulando, le daba golpes al hombre en el pecho y
en la cara no con las manos o los puños, sino con los antebra-
zos, mientras el hombre, rígido y un poco echado hacia atrás,
los recibía sin moverse ni reaccionar, con los ojos muy abiertos,
más interrogativos y pacientes que sorprendidos, tan impertur-
bable que Isabel, humillada y enfurecida por la nueva decepción
que el hombre le infligía, después de mirar un momento, des-
concertada, a su alrededor, buscando en qué descargarse, des-
cubrió la larga mesa de trabajo hecha de madera de cajón y,
siempre con los antebrazos, manteniendo los puños bien apre-
tados como si fuesen dos muñones, empezó a barrer la superfi-
cie de la mesa, tirando al suelo todo lo que había encima. Úni-
camente abría las manos cuando algún objeto se le resistía, y se
veía obligada a aferrarlo para poder estrellarlo contra el piso de
portland. Calmo, imperturbable, ni siquiera pálido o con labios
apretados, el hombre la seguía, juntando uno a uno los objetos
que caían, estimando, con imparcialidad de profesional, antes
de volver a colocarlo en su lugar, el daño que podían haber su-
frido. La escena duró un par de minutos hasta que Isabel, com-
probando que todo lo que existía, autónomo, fuera de ella, era
ingobernable y no se le doblegaba, asumió una expresión, de-
masiado intensa tal vez, de decisión, y empezó a correr hacia el
dormitorio. El la siguió, sabiendo que el hombre, a sus espaldas,
como si hubiese estado solo en la casa, continuaba juntando,
lento y meticuloso, su material de trabajo. Leto vio a la tía Cha-
ro que entraba de la calle en ese momento y que, al ver a Isa-
bel, salió corriendo detrás de ella hacia el dormitorio. Las vio
forcejear, luchando por el revólver descargado, y cuando al fin
Isabel cedió, Charo tomó posesión del revólver, lo guardó en la
caja, y volvió a poner la caja en el ropero, y cuando cerró la
puerta del ropero Leto pudo ver, reflejada en el espejo, la ima-
gen de Isabel, parada cerca del ropero, la imagen invertida al
mismo tiempo que Isabel, la imagen que, cuando la puerta se
cerró del todo, desapareció de su vista. Por fin, Isabel se dejó
caer sentada en el borde de la cama y durante unos minutos, la
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