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buscándome los ojos con un aire triste de desafío-. Las únicas historias
que merece la pena contar son las que son verdad, y si no pudiste contar
la mía no es porque no pudieses, sino porque no se puede contar.
Me callé. No hubiera debido callarme, pero me callé. Hubiera
debido decirle: «Eso también es una frase bonita, Rodney, y quizá es
verdad». Hubiera debido decirle: «Te equivocas, Rodney. Las únicas
historias que merece la pena contar son las que no pueden contarse».
Hubiera debido decirle una de esas dos cosas, o quizá las dos, pero no le
dije ninguna y me callé. Sentí sueño, sentí hambre, sentí que la noche
empezaba a girar hacia el amanecer, pero sobre todo sentí el asombro de
estar enredado en aquella conversación que nunca imaginé que podría
mantener con Rodney y que pensé que sólo estaba manteniendo porque
Rodney sabía en secreto que me la adeudaba, y tal vez también porque,
contra todas las expectativas, el paso del tiempo había acabado
cauterizando las interminables heridas de mi amigo. De]é pasar unos se-
gundos, encendí un cigarrillo y después de la primera calada me oí decir:
-¿Qué pasó en My Khe, Rodney?
Estábamos hablando casi en susurros, pero la pregunta resonó en
la quietud del salón como un disparo. Llevaba catorce años haciéndomela,
y durante aquel tiempo había averiguado algunas cosas acerca de My
Khe. Yo sabía por ejemplo que en la actualidad era una vasta playa
turística situada a quince kilómetros de Quang Ngai, en el distrito de Son
Tihn, no lejos del puerto de Sa Ky, una cinta de tierra de siete kilómetros
de longitud, encajada entre un oscuro bosque de álamos y las aguas
transparentes del rio Kinh, de la que había visto muchas fotografías que
repetían las mismas imágenes anodinas de ocio veraniego de cualquier
playa del mundo: mujeres y niños bañándose en la orilla en calma, la leve
pendiente de arena finísima erizada de mesas y sillas de plástico rojo, una
cresta de suaves colinas recortándose plácidamente a lo lejos contra un
cielo tan azul como el mar; y también sabía que treinta y dos años atrás
se levantaba una aldea junto a aquella playa y que un día de 1968
Rodney había estado allí. Pero aunque había imaginado muchas veces lo
ocurrido en My Khe -con mi imaginación podrida para entonces de
repórtales, libros de historia, novelas, documentales y películas sobre
Vietnam-, a ciencia cierta no sabía nada. Pensé que Rodney me había
leído el pensamiento cuando con una especie de resignación o de
indiferencia preguntó:
-¿No te lo imaginas?
-Más o menos -contesté, sinceramente-. Pero no sé lo que ocurrió.
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-No te hace falta -aseguró-. Lo que te imaginas es lo que ocurrió.
Ocurrió lo que ocurre en todas las guerras. Ni más ni menos. My Khe es
sólo una anécdota. Además, en Vietnam no hubo un My Khe: hubo
muchos. Lo que ocurrió en uno ocurrió más o menos en todos.
¿Satisfecho?
No dije nada.
-No, claro que no -adivinó Rodney, endureciendo de nuevo la voz,
y a continuación prosiguió como si no quisiera que yo entendiese lo que
decía, sino lo que quería decir-. Pero si tanto te importa puedo contarte
algo que te deje satisfecho. ¿Qué prefieres? Conozco muchas historias. Y
yo también tengo imaginación. Dime qué necesitas para que tu historia
cuadre y te hagas la ilusión de que la entiendes. Dímelo y te lo cuento y
acabamos, ¿de acuerdo? Pero antes déjame que te advierta una cosa: te
cuente lo que te cuente, invente lo que invente, tú nunca vas a entender
lo único que importa, y es que no quiero tu compasión. ¿Lo entiendes? Ni
la tuya ni la de nadie. No la necesito.
Eso es lo único que importa, o por lo menos lo único que me
importa a mi. Lo entiendes, ¿verdad?
Asentí, arrepentido de haber llevado la conversación hasta aquel
extremo y, mientras apartaba la vista de Rodney, noté en la boca un
agrio sabor de ceniza o de monedas viejas. En el ventanal que daba a ía
estación de Príncipe Pío el amanecer pugnaba ya contra la oscuridad
menguante de la madrugada, barriendo sin prisa las sombras del salón.
Hacía rato que el conserje había dejado de dormitar y trajinaba por su cu-
bículo. Intercambié con él una mirada vacía y, volviéndome hacia Rodney,
murmuré una disculpa. Rodney no dio señales de haberla oído, pero al
cabo de un largo silencio suspiró, y en ese momento creí adivinar en un
cambio imperceptible de su expresión lo que iba a ocurrir. No me
equivoqué. Con voz apaciguada y aire de fatiga preguntó:
-¿De verdad quieres que te lo cuente?
Sabiendo que había ganado, o que mi amigo me había permitido
ganar, no dije nada. Entonces Rodney cruzó las piernas y, después de
reflexionar un momento, empezó a contar la historia. Lo hizo de una
forma extraña, rápida, fría y precisa al mismo tiempo; ignoro si antes se
la había contado a alguien, pero mientras le escuchaba supe que se la
había contado a sí mismo muchas veces. Rodney contó que la semana
anterior al incidente de My Khe una patrulla rutinaria integrada por
soldados de su compañía había sido abordada en un cruce de carreteras
por una adolescente vietnamita, quien, mientras los zarandeaba
pidiéndoles ayuda con gestos apremiantes, dejó que explotara una
granada de mano que llevaba enterrada en la ropa, y que el resultado de
ese encuentro fue que, además de la adolescente, dos miembros de la
patrulla murieron despedazados, otro de ellos perdió un ojo y otros dos
resultaron heridos de menor consideración. El episodio los obligó a
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