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inmediatamente a los sentidos, sino que es la representación mediata o histórica, humanamente elaborada y
tal como se nos da principalmente en el lenguaje por medio del cual conocemos el mundo; no es la repre-
sentación psíquica sino la pnumática. Cada uno de nosotros parte para pensar, sabiéndolo o no y quiéralo o
no lo quiera, de lo que han pensado los demás que le precedieron y le rodean. El pensamiento es una
herencia, Kant pensaba en alemán, y al alemán tradujo a Hume y a Rousseau, que pensaban en inglés y en
francés, respectivamente. Y Spinoza, ¿no pensaba en judeo-portugués, bloqueado por el holandés y en
lucha con él?
El pensamiento reposa en prejuicios y los prejuicios van en la lengua. Con razón adscribía Bacon al
lenguaje no pocos errores de los idola fori. Pero ¿cabe filosofar en pura álgebra o siquiera en esperanto?
No hay sino leer el libro de Avenarius de crítica de la experiencia pura -reine Erfahrung-, de esta
experiencia prehumana, o sea inhumana, para ver adónde puede llevar eso. Y Avenarius mismo, que ha
tenido que inventarse un lenguaje, lo ha inventado sobre la tradición latina, con raíces que lleva en su
fuerza metafórica todo un contenido de impura experiencia, de experiencia social humana. Toda filosofía
es, pues, en el fondo, filología. Y la filología, con su grande y. fecunda ley de las formaciones analógicas,
da su parte al azar, a lo irracional, a lo absolutamente inconmensurable. La historia no es matemática ni la
filosofía tampoco. ¡Y cuántas ideas filosóficas no se deben en rigor a algo así como rima, a la necesidad de
colocar un consonante! En Kant mismo abunda no poco de esto, de simetría estética; de rima.
La representación es, pues, como el lenguaje, como la razón misma -que no es sino el lenguaje interior-, un
producto social y racial, y la raza, la sangre del espíritu es la lengua, como ya lo dejó dicho, y yo muy
repetido, Oliver Wendell Holmes, el yanqui.
Nuestra filosofía occidental entró en madurez, llegó a conciencia de sí, en Atenas, con Sócrates, y llegó a
esta conciencia mediante el diálogo, la conversación social. Y es hondamente significativo que la doctrina de
las ideas innatas, del valor objetivo y normativo de las ideas, de lo que luego, en la Escolástica, se llamó
realismo, se formulase en diálogos. Y esas ideas, que son la realidad, son nombres, como el nominalismo
enseñaba. No que no sean más que nombres, flatus vocis, sino que son nada menos que nombres. El lenguaje
es el que nos da la realidad, y no como un mero vehículo de ella, sino como su verdadera carne, de que todo lo
otro, la representación muda o inarticulada, no es sino esqueleto. Y así la lógica opera sobre la estética; el
concepto sobre la expresión, sobre la palabra, y no sobre la percepción bruta.
Y esto basta tratándose del amor. El amor no se descubre a sí mismo hasta que no habla, hasta que no dice:
¡Yo te amo! Con muy profunda intuición, Stendhal, en su novela La Chartreuse de Parme, hace que el
conde Mosca, furioso de celos y pensando en el amor que cree une a la duquesa de Sanseverina con su sobrino
Fabricio, se diga: «Hay que calmarse; si empleo maneras duras, la duquesa es capaz, por simple pique de
vanidad, de seguirle a Belgirate, y allí, durante el viaje, el azar puede traer una palabra que dará nombre a lo
que sienten uno por otro, y después en un instante, todas las consecuencias.»
Así es, todo lo hecho se hizo por la palabra, y la palabra fue en un principio.
El pensamiento, la razón, esto es, el lenguaje vivo, es una herencia, y el solitario de Aben Tofail, el filósofo
arábigo guadijeño, tan absurdo como el yo de Descartes. La verdad concreta y real, no metódica e ideal es:
homo sum, ergo cogito. Sentirse hombre es más inmediato que pensar. Mas por otra parte, la Historia, el
proceso de la cultura no halla su perfección y efectividad plena sino en el individuo; el fin de la Historia y de
la Humanidad somos los sendos hombres, cada hombre, cada individuo. Homo sum, ergo cogito: cogito ut
sim Michael de Unamuno. El individuo es el fin del Universo.
Y esto de que el individuo sea el fin del Universo, lo sentimos muy bien nosotros los españoles. ¿No dijo
Martin A. J. Hume (The Spanish People) aquello de la individualidad introspectiva del español, y lo comenté
yo en un ensayo publicado en la revista La España Moderna?.
Y es acaso este individualismo mismo introspectivo el que no ha permitido que brotaran aquí sistemas
estrictamente filosóficos, o más bien metafóricos. Y ello, a pesar de Suárez, cuyas sutilezas formales no
merecen tal nombre.
Nuestra metafísica, si algo, ha sido metantrópica, y los nuestros, filólogos, o más bien humanistas en el más
comprensivo sentido.
Menéndez y Pelayo, de quien con exactitud dijo Benedetto Croce (Estética, apéndice bibliográfico) que se
inclinaba al idealismo metafísico, pero parecía querer acoger algo de los otros sistemas, hasta de las teorías
empíricas; por lo cual su obra sufría, al parecer de Croce -que se refería a su Historia de las ideas estéticas
en España-, de cierta incerteza, desde el punto de vista teórico del autor, Menéndez y Pelayo, en su exaltación
de humanista español, que no quería renegar del Renacimiento, inventó lo del vivismo, la filosofía de Luis
Vives, y acaso, no por otra cosa que por ser, como él, este otro, español renaciente y ecléctico. Y es que
Menéndez y Pelayo, cuya filosofía era, ciertamente, todo incerteza, educado en Barcelona, en las timideces del
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