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ticados, sino de varones excelentes que legarían a sus hijos menos
vanidades y más nobles ejemplos. Amando los propios méritos más
que la prosperidad indecorosa, crecería el amor a la virtud, el deseo de
la gloria, el culto por ideales de perfección incesante: en la admiración
por los genios, los santos y los héroes. Esa dignificación moral de los
hombres señalaría en la historia el ocaso de las sombras.
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"Hacerse valer por cosas que no dependen de los demás, sino de uno mismo,
o renunciar a hacerse valer".
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CAPÍTULO V
LA ENVIDIA
I. La pasión de los mediocres. - II. Psicología de los envidiosos.
III. Los roedores de la gloria - IV. Una escena dantesca: su castigo.
I. LA PASION DE LOS MEDIOCRES
La envidia es una adoración de los hombres por las sombras, del
mérito por la mediocridad. Es el rubor de la mejilla sonoramente abo-
feteada por la gloria ajena. Es el grillete que arrastran los fracasados.
Es el acíbar que paladean los impotentes. Es un venenoso humor que
mana de las heridas abiertas por el desengaño de la insignificancia
propia. Por sus horcas caudinas pasan, tarde o temprano, los que viven
esclavos de la vanidad: desfilan lividos de angustia, torvos, avergonza-
dos de su propia tristura, sin sospechar que su ladrido envuelve una
consagración inequívoca del mérito ajeno. La inextinguible hostilidad
de los necios fue siempre el pedestal de un monumento.
Es la más innoble de las torpes lacras que afean a los caracteres
vulgares. El que envidia se rebaja sin saberlo, se confiesa subalterno;
esta pasión es el estigma psicológico de una humillante inferioridad,
sentida, reconocida. No basta ser inferior para envidiar, pues todo
hombre lo es de alguien en algún sentido; es necesario sufrir del bien
ajeno, de la dicha ajena, de cualquiera culminación ajena. En ese su-
frimiento está el núcleo moral de la envidia: muerde el corazón como
un ácido, lo carcome como una polilla, lo corroe como la herrumbre al
metal.
Entre las malas pasiones ninguna la aventaja. Plutarco decía -y lo
repite La Rochefoucauld- que existen almas corrompidas hasta jactarse
de vicios infames; pero ninguna ha tenido el coraje de confesarse envi-
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diosa. Reconocer la propia envidia implicaría, a la vez, declararse
inferior al envidiado; trátase de pasión tan abominable, y tan univer-
salmente detestada, que avergüenza al más impúdico y se hace lo inde-
cible por ocultarla.
Sorprende que los psicólogos la olviden en sus estudios sobre las
pasiones, limitándose a mencionarla como un caso particular de los
celos. Fue siempre tanta su difusión y su virulencia, que ya la mitólo-
gía grecolatina le atribuye origen sobrehumano, haciéndola nacer de
las tinieblas nocturnas. El mito le asigna cara de vieja horriblemente
flaca y exangüe, cubierta de cabeza de víboras en vez de cabellos. Su
mirada es hosca y los ojos hundidos; los dientes negros y la lengua
untada con tósigos fatales; con una mano ase ,tres serpientes, y con la
otra una hidra o una tea; incuba en su seno un monstruoso reptil que la
devora continuamente y le instila su veneno; está agitada; no ríe; el
sueño nunca cierra los párpados sobre sus ojos irritados. Todo suceso
feliz le aflige o atiza su congoja; destinada a sufrir, es el verdugo im-
placable de sí misma.
Es pasión traidora y propicia alas hipocresías. Es al odio como la
ganzúa a la espada; la emplean los que no pueden competir con los
envidiados. En los ímpetus del odio puede palpitar el gesto de la garra
que en un desesperado estremecimiento destroza y aniquila; en la sub-
repticia reptación de la envidia sólo se percibe el arrastramiento tímido
del que busca morder el talón.
Teofrasto creyó que la envidia se confunde con el odio o nace de
él, opinión ya enunciada por Aristóteles, su maestro. Plutarco abordó la
cuestión, preocupándose de establecer diferencias entre las dos pasio-
nes (Obras morales, II). Dice que a primera vista se confunden; pare-
cen brotar de la maldad, y cuando se asocian tórnanse más fuertes,
como las enfermedades que se complican. Ambas sufren del bien y
gustan del mal ajeno; pero esta semejanza no basta para confundirlas,
si atendemos a sus diferencias. Sólo se odia lo que se cree malo o noci-
vo; en cambio, toda prosperidad excita la envidia, como cualquier
resplandor irrita los ojos enfermos. Se puede odiar a las cosas y a los
animales; sólo se puede envidiar a los hombres. El odio puede ser
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justo, motivado; la envidia es siempre injusta, pues la prosperidad no
daña a nadie. Estas dos pasiones, como plantas de una misma especie,
se nutren y fortifican por causas equivalentes: se odia más a los más
perversos y se envidia más a los más meritorios. Por eso Temístocles
decía, en su juventud, que aún no había realizado ningún acto brillante,
porque todavía nadie le envidiaba. Así como las cantáridas prosperan
sobre los trigales más rubios y los rosales más florecientes, la envidia
alcanza a los hombres más famosos por su carácter y por su virtud. El
odio no es desarmado por la buena o la mala fortuna; la envidia sí. Un
sol que ilumina perpendicularmente desde el más alto punto del cielo
reduce a nada o muy poco la sombra de los objetos que están debajo:
así, observa Plutarco, el brillo de la gloria achica la sombra de la envi-
dia y la hace desaparecer.
El odio que injuria y ofende es temible; la envidia que calla y
conspira es repugnante. Algún libro admirable dice que ella es como
las caries de los huesos; ese libro es la Biblia, casi de seguro, o debiera [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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